Luvina en armas

Of all that is written, I love only what a
person has written with his own blood.
—Friedrich Nietzsche

Desde aquí percibo que las marcas del tiempo son una gran ficción. Esos ingenuos numeritos en el reloj acaban de convertirse para mí en la más prolongada farsa. Al menos, así es ahora, aunque ya no sé bien qué significa esa palabra.

Creo estar casi en el mismo lugar de hace un instante, pero nunca me he sentido tan lejos de todo, tan lejos de mí mismo… tan lejos de Luvina. Más de una vez aleteó en mi mente el pensamiento de que Rulfo había estado aquí —o ahí, cómo decirlo—, en Moqor, este oscuro rincón de Afganistán. Es como si en su cuento él hubiera plasmado todo esto que aquí llaman la vida, la desolación que ha llenado mis ojos todo este tiempo: las barrancas pelonas, el viento terroso prendido de las cosas, calando los meros huesos como una bandada interminable de cuervos; la miseria sin sentido, el obstinado deseo de muerte y soledad, el hambre colgada a la espalda de mujeres que se deslizan como sombras, el hambre apretando el cuello de niños que son mendigos del miedo. Toda esta sedienta realidad que no es otra cosa que Luvina: Luvina hecha carne y arena y piedra bajo mis pies. Luvina en armas.

Ojalá tuviera un lápiz; Alá quiera darme uno. Lo cuidaría muy bien; escribiría con cuidado, sin apretarlo mucho. (Ahí está el edificio que parece un hombre arrodillado.) Me gustaría escribir cuando estoy solo y dejar que del lápiz salgan las palabras, salga mi voz.

Tendría yo unos 16 años cuando leí “Luvina” por primera vez. Toma, pa’ que se te quite lo bruto, me dijo el tío Víctor, y me pasó una fotocopia doblada en dos. Lo único que lees son los subtítulos de las películas, repetía siempre. Mas en el fondo sabía que yo ya hablaba inglés y que mis hermanos y yo poníamos los subtítulos para que él y mamá entendieran lo que estaba pasando. Ahora que pienso en ellos me cuesta imaginarlos en el apartamento de Phoenix, donde por años vivimos amontonados como racimos. El recuerdo me muestra sus caras y enseguida se las lleva por alguna de las calles de la memoria, que ahora son las calles desiertas de la ciudad que contemplo, la ciudad que no es otra cosa que un pueblo en ruinas, un inmenso cementerio de culpas. Allí permanece una parte de mí; ahí me veo entre los escombros, pero ya me fui, ya no estoy realmente ahí, y ya no sé si ahí es Moqor o Phoenix o Luvina.

Si aprendo a escribir, voy a poder contar las cosas que he visto. Voy a escribir lo que él le hace a mamá y a Sheeva. Lo voy a escribir muchas veces, para que alguien escuche. Alá ve todas las cosas; Alá conoce todos los secretos.

Las palabras duelen más que los golpes, eso dijo Nabi, y yo le creo. Él siempre está solo, como yo; él también es sordomudo. Ojalá me pueda enseñar a escribir. Voy a escribir lo que he visto mil veces, para que jamás nadie pueda borrar esas palabras. La palabra es el poder de Alá; eso dijo Nabi. Eso dijeron las manos de Nabi.

Imposible saber si lo que veo está sucediendo o si ya sucedió o sucederá. No lo sé. Mas se agita en mi mente una frase imposible: La sangre brotará antes de que abrieron las llagas de un niño que mañana se asemejaba a espíritus del viento. Vaya uno a saber cómo explicar eso; eso que no puedo llamar de otro modo más que eso. Eso que sucede lejos de los relojes y de la arena que mide grano a grano la vida. Tal vez me encuentro en una de las arrugas del tiempo. Quizás aquí el tiempo también es el de Luvina.

Si pudiera escribir con el poder de Alá, podría salvar a mamá y a Sheeva.  

Desde aquí lo miro a Evans tras una pila de escombros, aferrado como un demonio a su M4, sudando a cántaros debajo del casco y del uniforme de combate. No necesito verle el rostro para saber que el temor y el odio están allí mero, entre sus ojos, enroscados entre los dientes, latiendo como bestias feroces entre el dedo y el gatillo. Lo sé muy bien. Yo lo he sentido muchas veces aquí —ahí— en Afganistán. Hasta hace unos minutos —¿o son horas o segundos, o alguna otra cosa?— lo sentía. Sentía miedo… Sentía odio y miedo…

Ya no.

Ahora —y cómo diablos prescindir de esa palabra— no lo siento. Sólo observo eso que me envuelve, eso de lo que no seré parte por mucho tiempo más, lo presiento.

Evans no sabe que estoy aquí, que lo observo desde más arriba, apenas un poco más arriba, como levitando en el tiempo. Lo escucho quejarse entre las rocas hirvientes y temblar sobre ese suelo que siempre muerde. De la pierna derecha le brota sangre. Al contemplar el intenso flujo que tiñe su pierna vuelvo a pensar, como lo hice tantas veces, que la sangre es toda la misma.

Una sangre.

Infinita.

La misma sangre eterna atravesando todos los cuerpos, llenándolo todo.

La sangre de Evans es idéntica a la que empapaba los cuerpos desbaratados de Johnson y de Hicks después de que los alcanzara la explosión. Siempre la misma sangre, envolviendo sus cuerpos como con ennegrecidos mantos fúnebres, igualita a la que cubría los cadáveres de los rebeldes que neutralizamos hace semanas o días en Kandahar. Cuando cargamos los cuerpos hacia una habitación en ruinas, no pude evitar perder la mirada en las manchas de sangre que se filtraban por las líneas de mis manos. No supe si ese rojo intenso era mío o del otro. Volví a mirar ese flujo escurridizo en el torso y las piernas de la muchacha que encontramos muerta una y otra vez entre restos de edificios. Una y otra vez la misma muchacha con diferentes rostros; una y otra vez la misma sangre. Un único río sanguinolento arrastrando todo a su paso, retorciéndose dentro de las venas como un fantasma líquido. La misma sangre que mide los días y los latidos hasta pudrirse o secarse en algún hueco del cuerpo, o escaparse para volver a esta tierra que tanta sangre ha bebido. Entonces la sangre se vuelve tierra. Se oscurece, se seca, se muere…

La sangre también muere.

Ya no quiero verlas llorar en silencio. Ya no…

Él les hace cosas malas. Yo no puedo oír ni hablar —no conozco la voz de mamá—, pero sí puedo ver. Y no quiero ver lo que él les hace. El día que vi gotas rojas en las sandalias de Sheeva me di cuenta de que algo malo le pasaba. Caminaba encorvada, apenas movía las piernas. Me miraba con ojos tristes, muy tristes (parecidos a los del hombre que ahora me mira del otro lado de la calle); y yo sentí que me pedía en silencio que la ayudara, que buscara ayuda en algún lado. Ayúdame, Elhaam, ayúdanos, me pedía con los ojos…

Ahí está Evans, en medio de todo eso que acaso contemplo por última vez. Se arrastra por el suelo buscando refugio tras los restos de lo que alguna vez fue una vivienda. Y no me sorprende descubrir, a escasos metros de mi compañero, esa parte de mí que dejo atrás con el amargo sabor de una despedida. Contemplo ahí abajo, a unos pasos de Evans, mi cuerpo inmóvil sobre los escombros, como en una fotografía de esas que salen en las noticias. Veo mis ojos abiertos mirándome desde el suelo. Pues estoy ahí, mirando sin mirar hacia la tormenta de arena coagulada en el cielo.

Mis ojos están fijos en una masa deforme de nubes pardas, pero ya no miran nada. Todo lo observo desde unos metros más arriba en un instante absurdamente lento o acelerado. Todo eso incomprensible que es o que era la vida, Evans llamando refuerzos a gritos y mi cuerpo ahí tendido como un títere sin hilos, con un agujero en el cuello, de donde aún brota la misma sangre tibia e interminable, la misma sangre que nunca acaba de derramarse.

El mundo es muy triste. La gente lleva la tristeza en la cara (como ese viejito de allí, que parece que tuviera toda la soledad del mundo en los ojos). Mamá también tiene la tristeza como enterrada en los ojos, en las manos, en la boca; no sé si alguna vez la vi sonreír. A veces imagino que sonríe, que me sonríe a mí, y mi hermana y yo nos reímos juntos. Imagino que escucho sus voces. Imagino que escucho mi propia voz.

Los últimos años de eso que fue mi vida quedarán marcados en los muros de pueblos afganos sin nombre, pero que siempre fueron ese lugar que Rulfo no inventó porque siempre estuvo aquí, esperándome, extendiéndome sus manos con uñas filosas, abrazándome con brazos que son piedra y espinas. Y aquí dejo mi última ofrenda: mi cuerpo y toda la sangre que huye de él para cumplir no sé qué propósito o qué misión o locura.

Por alguna razón no me sorprende que todo acabe así; mi cuerpo tendido boca arriba, mis ojos abiertos a la nada, mi mano derecha aferrada a la ametralladora como una prótesis infernal, mis labios dibujando un último quejido, queriendo escupir una última palabra. Después de todo lo que fue la guerra —de llenarme los ojos de miseria, silencio y sangre—, se me hace hasta justo que todo termine así, que mi sangre también riegue esta tierra.

Y no sé por qué ahora (sea lo que sea que eso signifique) arde en mí el deseo de escribir con el pensamiento las imágenes que dejo atrás, como si presintiera que ésta será la última vez, la última oportunidad de decir algo, de remover las palabras y echarlas al viento para que alguien las recoja: Evans, tú, o ese niño que se acerca por la calle.

No me gusta pasar por aquí. Ahí es donde hace un tiempo apedrearon a la madre de Aamir. Todos tuvimos que mirar. Yo fijé la vista en el suelo e imaginé que escribía en la tierra los 99 nombres de Alá. Realmente deseé que él la salvara. Pero los hombres no pararon de tirar piedras, una y otra vez, hasta que la madre de Aamir dejó de moverse. Allí todavía está el pozo.     

Es casi inevitable sentir en todo esto el amargo presentimiento de que una puerta única e irrefutable se cierra para siempre: Hasta aquí llegaste, chamaco; This is it, budy.

Me miro a mí mismo allí abajo como quien mira una imagen, meramente una imagen de algo que fui o que me perteneció. Y no sé decir qué soy ahora, excepto que soy yo. Ya no soy Ramírez, ni Beto; ya no soy mexicano ni americano, inmigrante ni soldado… soy sólo yo… yo.

Me parece que allí veo un lápiz. ¡Sí, creo que es un lápiz, allí al lado de aquella piedra! Tengo que llegar rápido, antes de que alguien me lo quite…

Ahora contemplo cómo Evans se asoma rápidamente por arriba de una pila de escombros. Al instante, le avientan una lluvia de balas desde el edificio de enfrente. Permanece echado detrás de las rocas, apretando los ojos mientras las balas pasan zumbando o se entierran en las piedras y en el polvo. Alguna bala vuelve a alcanzar mi cuerpo tumbado sobre las rocas. Evans respira agarrado a su M4 como un toro enfurecido y asustado. Está solo y siente miedo. No bien cesa el tiroteo, mira fugazmente mi cadáver, respira hondo y se asoma a toda velocidad escupiendo balas e insultos contra ventanas y puertas, contra cualquier cosa en movimiento.

Es en vano gritarle que cese el fuego, que un niño se acerca corriendo directamente hacia la balacera. En vano ponerme frente a Evans y pedirle a gritos que baje el arma, sintiendo que mis palabras no son más que aire, que mi presencia no es siquiera una sombra. En vano dar voces mientras el niño se acerca como envuelto por el viento, directo hacia el torbellino de balas.

Aquí las piedras son más filosas y se clavan en los pies, pero tengo que correr rápido. Falta muy poco…

La ametralladora de Evans no para de taladrar el aire y el silencio de Moqor. Los pies descalzos del niño esquivan un pozo en la calle de tierra. Lo percibo todo, cada movimiento felino del niño, cada martillazo de la ametralladora desgajando trozos de tierra y pared, el sudor en las manos de Evans, las estériles nubes que se arrastran sobre los cerros. Todo lo contemplo en un instante sin tiempo.

Ahora abren fuego desde una ventana del otro lado de la calle.

Evans presiona el gatillo decidido a borrar todo y a todos para siempre.

El niño ya está en el mero centro de un íntimo mundo de plomo y fuego.

No te preocupes mamá, nadie me lo va a quitar… Voy a tener voz, y alguien va a escuchar, alguien nos va a ayudar… Ya casi lo alcanzo…

La imagen de su cuerpecito girando y desplomándose sobre la calle de tierra es lo último que alcanzo a ver mientras todo comienza a desvanecerse. Algo me susurra que es hora de partir. Mientras todo lo que me rodea se hunde en el tiempo, vislumbro la sangre del niño como suspendida en el aire, girando junto con su pequeño cuerpo y envolviéndolo en la caída…

This short story won second place in the literary contest “I Premio Palabra Sobre Palabra de Relato Breve” (October 2013).

Publisher: Asociación de Escritores en Legua Castellana