No quiero oro, ni quiero plata, yo lo que quiero es romper la piñata
CON LOS OJOS VENDADOS y un tanto mareado con las vueltas que acaba de dar en la oscuridad, todo lo que uno quiere es romper la piñata; sentir en las manos el impacto del palo contra la figura de cartón y papel, escuchar la lluvia de dulces que se estrella contra el suelo, la alegría de los niños, las carcajadas de los grandes… romper de una vez la piñata.
Es curioso pensar que algo parecido habrán sentido los pobladores de China hace más de 700 años. Es que, si bien existen varias teorías sobre su origen, la hipótesis más aceptada ubica la cuna de la piñata en el Lejano Oriente. En China, se hacían coloridas figuras de animales cubiertas de papel y se las golpeaba con varas de colores como parte de las celebraciones de Año Nuevo al inicio de la primavera. Las figuras estaban rellenas de semillas y, una vez rotas, se quemaban para que las cenizas trajeran buena suerte a las cosechas.
Por medio de la ruta de la seda, la piñata llegó a la cultura europea a fines del siglo XIII. Llegó primero a Italia, donde se la llamó pignatta, que significa “olla frágil”, debido a que se fabricaba a partir de una olla de barro decorada. La piñata pronto se propagó a España, donde adoptó una función religiosa al incluirse en las celebraciones de la Cuaresma.
La tradición de la piñata llegó a México con la llegada de los misioneros españoles a principios del siglo XVI. Los aztecas, los mayas y otros pueblos indígenas tenían una tradición similar, en la que, como parte de sus celebraciones religiosas, rompían vasijas y esculturas de arcilla con la forma de sus dioses y rellenas de granos o frutos. Por esa razón, la piñata que trajeron los españoles se convirtió en un instrumento de evangelización para atraer a los indígenas a las ceremonias católicas y abolir, a su vez, los rituales prehispánicos.
El simbolismo de la piñata mexicana original se basaba en la lucha del hombre contra la tentación. La piñata tomó la forma de una esfera con siete picos: la esfera representaba las atractivas tentaciones del mundo y los picos simbolizaban los siete pecados capitales. La venda en los ojos aludía a la fe ciega y el garrote a la virtud, con la cual el hombre podría vencer las tentaciones y, al conseguirlo, recibir los dones del cielo en la forma de una lluvia de dulces.
Hoy en día, la tradición de la piñata ha perdido mayormente sus rasgos religiosos. Salvo su uso en las posadas navideñas en México, la piñata es puramente un instrumento de diversión y entretenimiento en fiestas de cumpleaños y otras celebraciones. Ha evolucionado con el tiempo, recorriendo un largo camino para arraigarse en la cultura mexicana —y, con variaciones, en el resto de Latinoamérica— hasta formar parte indiscutible de la cotidianeidad hispana. Y aunque la tradición haya cambiado, hay algo que a lo largo de los siglos ha permanecido inalterable: cuando uno se encuentra con los ojos vendados, aferrando el palo entre el vitoreo de la gente, todo lo que quiere es romper la piñata.